Dichoso tu y cualquier hombre si ha sorbido los jugos de la mujer. He llegado a comprender, después de tantas vueltas, que la vida guarda muchos secretos, quizá algunos nunca los conoceré, pero esos secretos cuentan con una resolución y cuando menos, la mayoría de las veces nunca están al alcance de tus manos. No todos los hombres gustan de esos secretos. Hay quienes prefieren las cosas claras y directas, sin ambages de por medio. Carecen de imaginación y sus fantasías terminan cuando palpan su cartera abultada en el bolsillo del pantalón. Para ellos el misterio de la mujer ejerce la misma fascinación que una corneta en la mente de un chimpancé. Estos hombres pasan de largo ante la inmensidad que representan estos jugos, los jugos femeninos, sin importar de cual se trate. Por jugo se entiende el sabor concentrado, la esencia de aquella eterna fuente de la juventud. Quién no ha gozado de un jugo de naranja o de su fruta favorita. Pero más allá de todos los sabores y combinaciones posibles, el jugo de la mujer es el jugo de la antonomasia, el secreto de los secretos. En lo personal (y esto que quede entre nosotros) a mi me gusta tibio y succionado directamente de la mujer, de la mujer a quien amo; de su sexo, para decirlo de una vez. Todos los secretos de la mujer se concentran en su sexo. La mujer es capaz de sujetarse a cualquier prueba, a cualquier castigo antes de mostrar su secreto, ese secreto en donde se encuentra la explicación de todas las cosas, el secreto que lleva impregnado la verdad acerca de nuestra existencia, la existencia de nosotros, los hombres que estamos siempre desprotegidos ante las mujeres, mi hombría expuesta a su hambre, porque no hay hombre que no haya rogado o llorado a una mujer, me cae que no. A la mujer se le ha inculcado a esconder el secreto desde pequeña, su naturaleza misma está hecha para ocultarlo. El modo como se sienta, el modo como camina, todo apunta hacia allá. Hay que mantener el secreto a costa de lo que sea, incluso a costa del deseo mismo de mostrarlo, de revelarlo. Que los hombres se imaginen lo que quieran. El color del pelaje, su olor, la inequívoca textura. Salvo el hombre mediocre, cualquier otro, aún el menos sensible, el más patán, el más burdo y rústico, es capaz de permanecer horas observando el sexo de su mujer, analizándolo, metiéndolo en su memoria por si algún día llegara a olvidarse de su propia existencia, sea su esposa o su amante, o de aquella mujer así sea de conocimiento efímero: una mujer con la que uno se topa en la noche, náufraga de la vida como ella misma y como nosotros. Porque ese hombre sabe que ahí radica el secreto, no nada más el secreto de la humanidad ¿cómo es posible que de ahí provenga ese extraño bicho llamado hombre?, si no el secreto de la vida misma, del arrebato, de la pasión que conduce a la muerte o al éxtasis. Hay el que se guía por el olor de aquel sexo para convertirse en esclavo de esa mujer. Ese hombre merece respeto absoluto pues son pocos los que tienen el valor y las agallas para reconocer que son esclavos de alguna mujer, aunque esta no los ame. Es el hombre que es todos nosotros o al que aspiramos ser. Su intuición es básicamente animal, y, como los perros, no se detiene si ha de seguir a aquella mujer. Los hombres que se dejan seducir por sus sentidos son hombres obstinados, porque no piensan las cosas y las consecuencias de estos actos son imprevisibles. Sin embargo, son ellos los que precisamente mueven el mundo del arte, los que inspiran las grandes novelas, las historias más conmovedoras. Porque los hombres comunes y corrientes (que son los que escriben esas narraciones) los envidian. Darían toda su vida de ser meros testigos de los hechos, con tal de ser protagonistas. Pero no es este el único jugo femenino. El sudor es otro de ellos, sobre todo el axilar, es cosa aparte. Hay quienes piensan que mucho tiene que ver este jugo con el pelo y la beligerancia de la mujer, porque el calor del sudor de la axila hace que adquiera cierta humedad que lo torna refrescante al tacto y al gusto, uno pasa el dorso de la mano por ahí y es como beber un elíxir tonificante y prodigioso. Cuando un hombre o una mujer opone resistencia a estos menesteres, lo más probable es que piense que se ve mal, otra vez ese pinche pudor estúpido que no nos deja ser, no nos deja mostrarnos tal y como somos con esa persona amada, puede llegar a pensar que incluso causa repulsión; nada más ajeno ni más remoto al llamamiento de la virilidad que puede provocar en ciertos hombres, aquellos de elocuente bestialidad, esos que suelen declarar su amor apenas encuentran la manera de hacerlo, la manera correcta de gritar, aún a riesgo de ser rechazados, o tal vez movidos por eso, sin embargo, esa es otra historia. Pero hay dos jugos más, emanados desde el fondo mismo de la naturaleza femenina: la saliva y las lágrimas. Ya se sabe que los hombres ensalivamos, ya se sabe que los hombre lloramos y no hay nada más triste que ver a un hombre llorar su derrota, llorar la impotencia, nada más triste que ver a un coloso derrotado en su tristeza, pero no hay comparación cuando ese acto es consumado por una mujer, por tu mujer. Porque ahora no estamos hablando de la saliva que es expelida como una lluvia invisible del alma, si no de la que permanece en la boca durante y luego de un beso, cuando aquella lengua sabia ha recorrido esa oquedad hasta sus últimos recovecos, cuando por ahí ha hurgado el camino hacia el placer recóndito. Esa saliva que a su solo contacto hace que un hombre pierda la noción del tiempo y el espacio y que encima de todo una mujer erudita dosifica a su antojo. Las lágrimas constituyen el último de los jugos. Y no hay que hablar de muchas sino de una sola. En efecto, una lágrima que se desliza por el pómulo de una mujer, es capaz de conmover a una roca de granito. Sabe a sal no porque provenga del mar sino porque aquella mujer ha tardado mucho en sazonarla para dejarla escapar en ese momento preciso, en ese justo instante en la que el miedo y el valor son así de pequeños, acaso ha tardado un millón de años y quizá sea poco. Es este el único jugo que una mujer muestra sin importarle si aquel hombre es su amante, su hijo o su padre. De ahí su poder, el de una lágrima. De ahí su poder, el de una mujer.
3:40 am. Octubre del 2004 Giallo...
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