Capítulo II (La Misma Calavera Cuenta la Historia)
--JULIO--
Todas las que se han ido. Todas las que me han dejado a la mitad de un orgasmo. Todas las que no me han querido cobrar y todas las que me cobraron de más. Todas, absolutamente todas (¿podría un hombre aspirar a más?). Esas mujeres. Todas las que me odian, todas las que me aman, las que esperan que el día o la noche de mañana suene su teléfono y sea yo quien está del otro lado de la línea y les diga que las amo y que me les voy a dar el sexo más desenfrenado de sus vidas. Todas las que resisten lo que les he hecho a otras. Todas las que aguantaron lo que les hice, las que se quedaron hasta el final de mis patanerías, las que se quedaron esperando un agradecimiento que nunca llegó. Las que no protestan, las que no tienen voz ni voto. Las que se creen mi mamá. Esas mujeres, las novias de mis amigos, las amigas de mi novia, mis ex. Las que me enseñan las piernas cuando suben por una escalera o cuando bajan de algún automóvil. Las que espiaba de niño. Las que sigo espiando. Todas las mujeres que espero algún día formen parte de mi mundo. Las que fracasan en su afán de ser frívolas. Todas las que se han burlado de mí y a todas a las que les he querido escupir en la cara. Esas mujeres. Por ellas vivo. Es por ellas por lo que me levanto todos los días, es por ellas por los que llego a casa a las siete en punto y cierro los ojos. Se suceden entonces cuatro, cinco, diez canciones de José José. Después mi espíritu se sale y me miro de soslayo, tumbado en el sofá. Me uno a los demás para mirarme, lo miramos. Nadie se atreve a despertarlo. La copa está por terminársele, tal vez por eso no la suelta, teme que se le vaya a ir. De la nada abre los ojos y brinda con el primero que le pase en frente. Es entonces cuando me doy cuenta de que soy ese hombre, un príncipe dueño de nada y a cuya salud alguien bebe en algún lugar. Entonces me viene a la mente una idea presuntuosa. Recuerdo que hasta en las cantinas he hecho a algunos amigos. Tipos como yo que eructan en tu cara y se quedan dormidos a la mitad de la conversación. Ahí, en una cantina no hay límites, no hay pudor, es un trato entre camaradas, navegantes de la misma pena. Miran alrededor suyo una y otra vez, buscando no sé que, quizá una mirada de perdón, de redención, la mirada de una mujer, comprensiva y cariñosa, acaso inocua. Hombres sin seña particular, derrotados y derrotistas que se hunden mirando fijamente al suelo, cabezas gachas, siempre buscando hasta en el último rincón tratando de encontrar un billete para beber un trago más, solo uno más. Gente que solo espera de los demás que no se metan con su persona y, si no es mucho pedir, un leve, levísimo roce de respeto. Individuos como yo, exactamente de la misma calaña. Ahí estamos todos embarrados en las paredes de una cantina, al fondo suena el Recodo –quien dice que ando llorando, si yo ni siquiera me acuerdo de tiii- y el cantinero me sirve una copa más. Nunca se sabe si será la última. Eso pienso siempre antes de tomarme una copa o una botella., sobre todo con la primera. Tal vez porque estoy sereno. Es simplemente mi manera de beber, lo intuyo, sé lo que significa el buen beber y no terminar como cualquier borrachín callejero, tipos que resultan repulsivos, eso no me va. Miro el vaso a contraluz y le doy un sorbo. Cuando llevo la mitad empiezo a sentirme mejor. Me despejo por completo, nadie me presiona cuando bebo. Nadie me incita a beber. Siempre he pagado mis tragos o al menos eso procuro. He establecido un pacto con el alcohol. A ver quien tumba a quien. Caer muerto con o sin el trago. He inevitablemente creo que está a punto de vencerme. Que ese mentado trago será el último.
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