CAPITULO II "La virtud del alcohol es ofrecer a los hombres,
aunque sea por unos momentos, la reveladora visión de un condenado a muerte. Nada más cercano a la santidad." Josepht Roth. Se peinaba con cola de caballo, a veces dejaba un pequeño fleco del lado izquierdo de su frente la que un día le pidió fuego a Rodrigo, en medio del tintineo de las copas en un bar de la Zona Rosa. Esa fue la primera vez que se vieron y Rodrigo se enamoró en los primeros 5 minutos, mientras la seguía con la vista después de haberle encendido el cigarrillo. Cuando la vio sentarse en la mesa de un sujeto de avanzada edad y bien vestido, Rodrigo pensó que jamás podría aspirar si quiera a una mujer así, entonces tomó otro trago de Ron y siguió escribiendo en su cuaderno viejo. Después de un par de horas Rodrigo terminó su ronda de cervezas por esa noche, buscó a la rubia del cigarrillo pero la mesa ya estaba vacía, quería tener una última mirada para bien dormir. Se despidió de José el cantinero y salió del lugar. La encontró recargada a un lado de la puerta del bar, tenía una lágrima de rimel negro recorriendo su mejilla derecha, afuera hacía frío y la lluvia no paraba de caer, Rodrigo la miró con un dejo de sorpresa y serenidad, sacó su cajetilla de cigarros y le ofreció uno. “Al menos hace buen clima” le dijo ella en tono sarcástico, llevaba medias negras, una bufanda a cuadros y minifalda azul. Rodrigo disimuló una especie de mueca que intentaba ser sonrisa mientras buscaba su encendedor. “Me llamo Alejandra” le dijo ella mientras Rodrigo le encendía el cigarro, ¿cómo te llamas tu? Le pregunto desinhibida, “Rodrigo” le contestó dando el golpe al cigarro y mirando hacia el cielo como buscando una señal que le indicara el final de la lluvia, pero nada. Sin que él le preguntara nada, Alejandra le contó que el tipo con quien estaba era su jefe, que habían comenzado un romance hace apenas 4 meses pero que el era casado y ella se había cansado de ser la otra, de ser tan solo su puta ocasional. Habían discutido esa noche pues hasta ese momento no le había cumplido la promesa de divorciarse de su mujer e irse a vivir con ella a alguna parte de Europa. Rodrigo no dijo nada, no lo creyó prudente, simplemente se ofreció a llevarla a su casa por esa noche, realmente no le interesaba escuchar la historia de Alejandra, era la misma historia que escribía en su mente todas las noches, eso era suficiente como para querer encarnarla en una mujer desconocida. Eran pasadas las 3 de la mañana, las calles eran húmedas y solitarias, se veían pasar algunos autos ocasionales en un cielo rojizo eterno, Alejandra vivía en la colonia Condesa, al llegar al lugar, cerca del parque México, ella le pidió su último cigarro a Rodrigo, este se lo dio y ella a cambio le dio una tarjeta con su número telefónico –por si un día no tienes algo mejor que hacer- le dijo ella en tono amigable, tomó su bolso marca Gucci y salió del volkswagen color rojo. Buscó las llaves de su departamento y abrió la puerta con dificultad, a lo lejos escuchó el motor del auto alejarse y cerró la puerta. Estaba demasiado ebria para pensar y demasiado adolorida para llamarle a su amante, lo había decidido, quería darle un cambio a su vida, una vida repleta de promesas incumplidas y de comida para gato. Un rayo de sol que se colaba por las persianas como un ladrón despertó a Alejandra, eran las 12:30 de la tarde y el departamento seguía igual de vacío que siempre. Alejandra está sola y mira una película de Christopher Walken, recalienta una sopa con salchichón y sirve comida en el plato de Max, su gato, pero el no aparece, ni un maullido que le nombre su compañía. Aquí hay una mujer marchita que se despierta un poco tarde para su desayuno de las dos, bebe vodka con jugo de naranja y piensa en el futuro de su vida. Su habitación huele a suspiros eternos, a deseos extinguidos y cada domingo sale a rentar películas románticas para no perder detalle de lo que es un beso sincero, por momentos se identifica con la protagonista y desea que su vida tenga un final igual de feliz. Vive entre cuatro paredes con días grises y noches frías interminables, el colchón le queda demasiado grande a excepción de los miércoles y los viernes, los días en que la visita su amante y la saca a cenar, con mucha suerte le abrirá las piernas por esa noche, sobre ese colchón que le recriminará al día siguiente su insuficiencia femenina para conseguirse a un hombre de verdad. Su álbum familiar no es más que una serie de recortes, de polvo que se le ha escapado entre sus dedos: una instantánea en la playa, una serie de anuarios que le hacen recordar sus buenos tiempos, los rostros que se han borrado y un invierno que no acaba de alejarse. La vida es un recuento de olvidos, una sucesión de pérdidas piensa ella en voz alta y da un sorbo a su vodka con jugo de naranja. Piensa en el sujeto del volkswagen rojo que conoció la noche anterior, realmente no supo nada de él, simplemente la dejó hablar durante todo el camino, no se había percatado de ese detalle y se le hizo un gesto muy noble, no quiso nada a cambio, no preguntó nada, simplemente la dejo desahogarse y le había servido de mucho. No sabe si la llamará o si lo volverá a ver alguna vez, solo sabe que su nombre es Rodrigo y nada más. Una vez más Alejandra está borracha y siente náuseas, ojalá solo fuera eso, siente olvido, siente viruela, siente el fin del mundo derramándose por la gran ventana que da hacia la calle. Una oleada de escalofríos le recuerda que era joven y que creía en el futuro, ahora cree estar enamorada de su jefe, de aquel que le paga la renta y le da caricias a cambio de sexo, quizá una llamada ocasional cada semana. Pone un disco de jazz, le encanta las improvisaciones de Charlie Parker, Mingus y sobre todo la música de Miles Davis, siempre ha querido vivir en Nueva Orleáns y ha anotado ese sueño en una larga lista de promesas que se tiene para sí. De duele la cabeza y le arde el corazón, sus ojos se han cansado de llorar su soledad y no hay forma de remediarlo. Lo intuye cuando apaga el televisor y el silencio se columpia desde el techo hasta el suelo. El cielo sigue teniendo un color rojo eterno, un color que Alejandra asemeja al fuego del dolor. Después de un mes de amargura una llamada cambia su ritmo intempestivamente, levanta el auricular y al otro lado se escucha una voz desconocida, -soy Rodrigo, el del bar, ¿me recuerdas?- Alejandra contesta emocionada y sorprendida y después de una plática amena se hacen una cita para verse el viernes en el mismo bar de la Zona Rosa, cuelga el teléfono y la trompeta de Charlie Parker hace sonar improvisaciones maravillosas que por momentos la hacen bailar. Por un momento duda, pero después cierra los ojos y sus nervios encienden ese tiovivo que la llena de infinita tristeza que agazapa detrás de las puertas y ventanas. Prefiere entonces correr el riesgo. Se ha percatado de sus demonios y ha decidido echarlos aunque sabe que será difícil, sin embargo, todo lo bello es difícil dicen por ahí. Saber y conocer los defectos propios es como tener ratas en la casa, solo se pueden espantar pero nunca se echan por completo. Cuando logras erradicarlos quizá tengas que pelear con las pulgas o las cucarachas. Alejandra siente que en su estado más precario a lo más que puede aspirar es a dormir tranquila por un día, pero consiente de que siempre nos esperan noches de tormenta o mil días de ansiedad. Escrito por Giallo I. Mañanas Rojizas de Agosto 2006... |